Fórmula 1

El mito del Sebastianismo

Sebastian Vettel vuelve a cometer un error en carrera. La presión, la distancia con su máximo rival, Lewis Hamilton, y su miedo a la derrota por medio de las jóvenes promesas le hace aflorar fallos de un piloto novel

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Un rey de nombre Sebastian I cayó en una contienda bélica en la zona del Mogreb. Una guerra, dos pueblos enfrentados: el portugués y el marroquí. La religión ( cristianismo e islam) como excusa por batallar y demostrar cual de las dos es la verdadera, la sabia, la de la salvación eterna. Una buscaba acabar y enterrar a la otra. Así era antes, y así en parte, sigue siendo ahora. Las orillas del río Mejazen fueron testigos a primera vista de una cruda y violenta contienda sin cuartel. Otro Sebastian, de apellido Vettel, es derrocado cuatro siglos después en Gran Bretaña.

El campo de batalla difiere mucho y queda lejos del anterior. Se traslada a un antiguo aeródromo inglés que sirvió de ayuda en la II Guerra Mundial para la aviación británica. Un trazado de seis kilómetros, con largas rectas y curvas enlazadas. El rey Sebastian I de Portugal perdió la vida sobre la ardiente llanura de Alcazarquivir en el año 1578. Su cuerpo quedó sepultado entre los soldados caídos. El afán, el poder y la avaricia le llevaron a una reconquista de la que jamás retornaría. Por medio de una gran cruzada el intento de recuperar los Santos Lugares de la Cristiandad quedaron en vano.

El monarca luso soñaba con la grandeza de su pueblo, y su formación estuvo dirigida hacia el alto ideal del patriotismo portugués que dominaba las zonas del norte de África. De muy niño ensoñaba con ser el paladín del cristianismo y de defender a su nación por encima de cualquier pueblo. Quedó como el símbolo glorioso de una población que supo consagrar su vida entera al mejor logro de ellos. El cuerpo del soberano reconocido por sus escuderos mandado fue, a rendir sepultura en lo que hoy es Ceuta, para más tarde quedar enterrado en un monasterio de Lisboa. Su muerte nunca fue aceptada por su gente, y ahí, nació el mito del Sebastianismo.

Vettel, en el GP de Gran Bretaña. Fuente: Ferrari

El no reconocimiento del óbito rey caído guarda cierto paralelismo a la situación que vive el que por unos años reinó con puño de hierro la F1: Sebastian Vettel. El trono no le pertenece; ya no lleva su nombre inscrito desde hace una década y todo denota que los futuros emperadores- Verstappen y Leclerc- son más válidos para ocupar el cargo.

Los fieles «sebastianistas» portugueses del siglo XVI incapaces de reconocer la derrota, no distan mucho de los actuales que continúan con el ejemplo, ahora encarnados en la defensa a ultranza sin reconocimiento al error del otro Sebastian: «el Vettel». La diferencia que guardan es que en vez de llevar túnicas y trajes largos, viste de rojo. Ambos cuidan una concidencia: montaron o montan un caballo que ya no les hace casoEl Ferrari que conduce Sebastian Vettel ya no responde a las órdenes de su jinete.

Vettel, en el box minutos antes de salir a pista. Fuente: Ferrari

Las acciones como Monza; Alemania, Baréin, o Silverstone 2019 acentúan el distanciamiento entre el piloto y su máquina. El enésimo accidente atañó en Silverstone contra Max Verstappen en el GP de Gran Bretaña un nuevo toque, puede que el final, a una temporada para el olvido. A día de hoy, el alemán es una espiral negativa de nervios que cuando la presión acecha el fallo resalta. Porque cuando todo fue armonía, como en Red Bull, el caballo era imparable. Su corcel no traza las finas líneas como antaño. Ha visto como a su lado un joven príncipe monegasco heredero al trono, ha galopado más rápido. O hay un reseteo, una calma interior y un encuentro en una seguridad mental perdida o bien, no podrá soportar esto otro año más. 

Sebastián I era el Mesías que iba a devolver un nuevo Imperio a Portugal, a recuperar el esplendor y libertad perdidos. Sebastian IV Vettel anda perdido en un cauce sin salida. Ferrari, Maranello y el mundo de la F1 esperan la vuelta de un tetracampeón reconocido, porque lo merece, y porque el espectáculo debe continuar con él, al menos, hasta que uno de los jóvenes herederos lo derroquen totalmente.

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